Entre tanto jiji-jajá a veces se me olvida que vivo en la inopia de la inmadurez. Y esto lo digo yo, que no lo diga nadie porque le salto los dientes, y voy en serio. Ocurre que de vez en cuando me enfado conmigo misma por nada en concreto, ésta es mi manera de poner los pies en el suelo. Me suelto un rapapolvos interno de la misma forma que mi madre me sigue poniendo lentejas. Hoy era el día.
Yo no tengo problemas de hipotecas, ni de letras, ni casas, ni coches, ni hijos, ni perros… Porque no tengo. Punto. Es por elección propia, si el día de mañana quiero tener este tipo de quebraderos de cabeza –que la libertad y el amor tienen su precio- pues querré tenerlos. Pero no va por ahí la cosa. ¿Conoces ese tipo de marrones, gordos, bien gordos, cuando la vida te da un sopapo? Así sin comerlo ni beberlo, tú sabes que no lo mereces, te cagarías en la perra pero estás en shock y sólo necesitas que el elefante que está aprisionando tu pecho levantara su pesada pata y se esfumara, pero no se larga sino que aprieta más como si te estuviera haciendo la RCP con dos pezuñacas. Conozco a una persona que está pasando por ello ahora mismo, y no es por ser pesimista, pero no me gusta el volumen de lo que se le viene encima. Estoy enfadada con los padres irresponsables, muy muy enfadada. Estoy furiosa por el AMOR que siento hacia ella. Padres del mundo, háganse cargo de sus irresponsabilidades, no dejen que las hereden sus hijos. Me jode la falta de huevos con ciertos asuntos porque para reír siempre estamos todos, pero para llorar… ¡oh! Para llorar ya no hay tantos, mejor no pasar lista.
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